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Aquella mañana la consulta estaba a reventar. Es un consultorio antiguo,
de los de antes. Un pasillo estrecho, largo, con dos filas de asientos
de plástico en línea, una frente a la primera puerta, la de mi consulta,
y otra frente a la última puerta, la del enfermero. Entre ambas, hay
una tercera puerta, el baño de los pacientes.
Cuando hace frío, los pacientes se apiñan en el estrecho pasillo y sus
conversaciones se escuchan con claridad, risas, comentarios, consejos
médicos, sí, médicos, y algunos muy sensatos, para qué negarlos. También
se puede escuchar alguna queja, no seamos tan autocomplacientes: que si
cuanto retraso, que si he venido tres veces y no me manda nada. En fin.
Yo llevaba un par de años en el cupo. Llegué en un concurso de traslados
a sustituir a D. Alfonso, toda una institución de los antiguos tiempos
de Jefe Local de Sanidad. Un hombre afable y buen profesional que estuvo
veinticinco años en la plaza. Empezaba a hacerme respetar y poco a
poco, ganarme ese cierto cariño que termina en la explosión de empatía
que finalmente liga para siempre al medico de cabecera y a sus
pacientes.
Ellas entraron con un brusco empujón a la puerta cuando terminaba de
salir el paciente anterior. Se plantaron frente a mi mesa, en pie,
amenazantes. Hubo un segundo apenas de silencio, sorprendido por mi
parte, preparadas para el ataque ellas. “Sabe quienes somos?” Me dijo
las más alta de las dos. Apenas me dio tiempo a responder cuando la más
baja me espetó: “usted ha matado a mi hermano”.
Había fallecido hacía un par de semanas, durante la guardia de un
compañero, de forma súbita, una rotura cardiaca según había revelado la
autopsia. Una artritis reumatoide le había rendido ya una cadera y se
cernía sobre la otra provocándole una cojera perpetua, un resentimiento
feroz hacia la lista de espera quirúrgica y un consumo exagerado de
antiinflamatorios, analgésicos, visitas a urgencias, inyecciones
intramusculares salvadoras.
Era un solterón empedernido aunque sus hermanas le cuidaban en la
distancia de los escasos cuatro kilómetros que separan nuestro pueblito
del hermano mayor cabecera de la Zona Básica de Salud.
Una semana antes del desgraciado fallecimiento, había entrado con
estrépito en la consulta, acompañado de un convecino sobre el que se
apoyaba casi sin tenerse en pie. Le había visto así en otras ocasiones,
rabiando con sus dolores buscando analgesia salvadora, una solución
rápida que le aliviara un dolor que, aquella vez, le cogía toda la caja
torácica.
Entre todos le tumbamos en la camilla de la consulta del enfermero y
tras tranquilizarle y quedarnos solos los tres, pude explorarle. Estaba
muy preocupado pero ni las características del dolor ni su historia de
varios días de evolución sugería patología coronaria. Le administramos
analgesia intramuscular, aunque no soy muy partidario, sabía del efecto
placebo en una persona que llevaba años recibiendo rescates en forma de
aguijonazo.
Llegó entonces su hermana pequeña, mi acusadora. “Y no le va a hacer
usted un electro?” Su exigencia me molestó, no quiero negar nada, y
aunque ya había decidido no hacerle más pruebas que fomentaran sus
miedos, me reafirmé en mi postura. Aún así, le expliqué mis razones, que
me figuro ella interpretó como una dejación clarísima de mis funciones.
Aquel dolor no cedió, y en menos de cuarenta y ocho horas ya le habían
llevado a las urgencias del hospital, donde sí le hicieron una batería
de pruebas que incluía el famoso electrocardiograma aderezado con sus
enzimillas cardiacas. Y todo fútil.
Pero una semana después de intensificación de su ya de por si
sobrecargada farmacopea, el pobre fallecía una noche lluviosa sin llegar
a montar siquiera en el helicóptero del 112. Y ahora sus hermanas me
acusaban de haberle matado con mi inacción aquella mañana del dolor
intenso.
Dejé que elevara el tono, dejé que me acusara con la voz rota de haber
matado a su hermano por no querer hacerle el electro, por no mandarle
aquel mismo día a urgencias, por no tener sentimientos. Desahogó la
rabia que tenía incluso por encima del intento de su hermana de que
rebajara las acusaciones. Con un gesto le pedí que no la interrumpiera y
cuando el torrente se fue apagando, les dije a ambas la verdad, sin
alzar el tono, probablemente con más pena en la voz de la que quería
demostrar: que sentía la muerte de su hermano, que cualquier persona que
hubiera perdido a un ser querido tenía ante mi todo el derecho del
mundo a decirme lo que sentía.
Intenté explicarle por qué actué como lo hice, pero no fui sincero
completamente, no le dije que su intervención me reafirmó en mi idea de
no hacerle el electro.
El final fue brusco. La hermana más callada balbuceó una disculpa que le
pedí que interrumpiera por innecesaria. Le repetí mis condolencias. Su
hermana airada me lanzó una mirada de fuego en la que creí adivinar un
cierto alivio.
El resto de la consulta no la recuerdo, se que hubo algún comentario, de
esos que cesan si encuentran un reproche silencioso y miradas
compasivas las más, mezcladas con alguna inquisitiva, las menos.
Pero recuerdo el sabor a tierra que te dejan en la boca aquellos
reproches, el vacío en el estómago y los ratos robados al sueño que se
pagan por ser, así también, medico de cabecera.
El 30 de septiembre de 2004,
rofecoxib
es retirado del mercado farmacéutico al constatarse un incremento
inaceptable de eventos tromboeombolicos serios, incluyendo infarto de
miocardio e ictus.
El 21 de diciembre del mismo año, la agencia para la regulación del
medicamento americana, la MRHA, extiende el aviso del riesgo
cardiovascular al resto de los llamados
COX-2,
tan extendidos entre la población gracias a técnicas de marketing que
potenciaban su menor efecto gastroerosivo respecto a los AINEs clásicos.
La caída en desgracia de estos fármacos estaba anunciada desde entonces y
se multiplicaron los estudios tendentes a valorar los efectos
cardiovasculares de todos los grupos. Como resultado de estos estudios,
la AEMPS, estableció severas restricciones de uso para el
Diclofenaco (el más vendido de todos ellos) en junio de 2013. Y más adelante, para uno de sus derivados, el
Aceclofenaco, en septiembre de 2014
Toda la historia de la caída en desgracia de uno de los grupos de
fármacos más utilizados en nuestro país se puede encontrar
maravillosamente relatada en los blogs
farmacia de atención primaria y el rincón de
Sísifo, dos referentes en cuanto a farmacología y seguridad en la prescripción en la blogsfera sanitaria.
La historia que relato ocurrió allá por el invierno de 2008. Algunos de
los datos han sido modificados en aras de preservar la oportuna
confidencialidad.