viernes, 9 de enero de 2015

Medicina en la cabecera. La Medicina en atención primaria tiene también momentos amargos.

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Aquella mañana la consulta estaba a reventar. Es un consultorio antiguo, de los de antes. Un pasillo estrecho, largo, con dos filas de asientos de plástico en línea, una frente a la primera puerta, la de mi consulta, y otra frente a la última puerta, la del enfermero. Entre ambas, hay una tercera puerta, el baño de los pacientes.
Cuando hace frío, los pacientes se apiñan en el estrecho pasillo y sus conversaciones se escuchan con claridad, risas, comentarios, consejos médicos, sí, médicos, y algunos muy sensatos, para qué negarlos. También se puede escuchar alguna queja, no seamos tan autocomplacientes: que si cuanto retraso, que si he venido tres veces y no me manda nada. En fin.
Yo llevaba un par de años en el cupo. Llegué en un concurso de traslados a sustituir a D. Alfonso, toda una institución de los antiguos tiempos de Jefe Local de Sanidad. Un hombre afable y buen profesional que estuvo veinticinco años en la plaza. Empezaba a hacerme respetar y poco a poco, ganarme ese cierto cariño que termina en la explosión de empatía que finalmente liga para siempre al medico de cabecera y a sus pacientes.
Ellas entraron con un brusco empujón a la puerta cuando terminaba de salir el paciente anterior. Se plantaron frente a mi mesa, en pie, amenazantes. Hubo un segundo apenas de silencio, sorprendido por mi parte, preparadas para el ataque ellas. “Sabe quienes somos?” Me dijo las más alta de las dos. Apenas me dio tiempo a responder cuando la más baja me espetó: “usted ha matado a mi hermano”.
Había fallecido hacía un par de semanas, durante la guardia de un compañero, de forma súbita, una rotura cardiaca según había revelado la autopsia. Una artritis reumatoide le había rendido ya una cadera y se cernía sobre la otra provocándole una cojera perpetua, un resentimiento feroz hacia la lista de espera quirúrgica y un consumo exagerado de antiinflamatorios, analgésicos, visitas a urgencias, inyecciones intramusculares salvadoras.
Era un solterón empedernido aunque sus hermanas le cuidaban en la distancia de los escasos cuatro kilómetros que separan nuestro pueblito del hermano mayor cabecera de la Zona Básica de Salud.
Una semana antes del desgraciado fallecimiento, había entrado con estrépito en la consulta, acompañado de un convecino sobre el que se apoyaba casi sin tenerse en pie. Le había visto así en otras ocasiones, rabiando con sus dolores buscando analgesia salvadora, una solución rápida que le aliviara un dolor que, aquella vez, le cogía toda la caja torácica.
Entre todos le tumbamos en la camilla de la consulta del enfermero y tras tranquilizarle y quedarnos solos los tres, pude explorarle. Estaba muy preocupado pero ni las características del dolor ni su historia de varios días de evolución sugería patología coronaria. Le administramos analgesia intramuscular, aunque no soy muy partidario, sabía del efecto placebo en una persona que llevaba años recibiendo rescates en forma de aguijonazo.
Llegó entonces su hermana pequeña, mi acusadora. “Y no le va a hacer usted un electro?”  Su exigencia me molestó, no quiero negar nada, y aunque ya había decidido no hacerle más pruebas que fomentaran sus miedos, me reafirmé en mi postura. Aún así, le expliqué mis razones, que me figuro ella interpretó como una dejación clarísima de mis funciones.
Aquel dolor no cedió, y en menos de cuarenta y ocho horas ya le habían llevado a las urgencias del hospital, donde sí le hicieron una batería de pruebas que incluía el famoso electrocardiograma aderezado con sus enzimillas cardiacas. Y todo fútil.
Pero una semana después de intensificación de su ya de por si sobrecargada farmacopea, el pobre fallecía una noche lluviosa sin llegar a montar siquiera en el helicóptero del 112. Y ahora sus hermanas me acusaban de haberle matado con mi inacción aquella mañana del dolor intenso.
Dejé que elevara el tono, dejé que me acusara con la voz rota de haber matado a su hermano por no querer hacerle el electro, por no mandarle aquel mismo día a urgencias, por no tener sentimientos. Desahogó la rabia que tenía incluso por encima del intento de su hermana de que rebajara las acusaciones. Con un gesto le pedí que no la interrumpiera y cuando el torrente se fue apagando, les dije a ambas la verdad, sin alzar el tono, probablemente con más pena en la voz de la que quería demostrar: que sentía la muerte de su hermano, que cualquier persona que hubiera perdido a un ser querido tenía ante mi todo el derecho del mundo a decirme lo que sentía.
Intenté explicarle por qué actué como lo hice, pero no fui sincero completamente, no le dije que su intervención me reafirmó en mi idea de no hacerle el electro.
El final fue brusco. La hermana más callada balbuceó una disculpa que le pedí que interrumpiera por innecesaria. Le repetí mis condolencias. Su hermana airada me lanzó una mirada de fuego en la que creí adivinar un cierto alivio.
El resto de la consulta no la recuerdo, se que hubo algún comentario, de esos que cesan si encuentran un reproche silencioso y miradas compasivas las más, mezcladas con alguna inquisitiva, las menos.
Pero recuerdo el sabor a tierra que te dejan en la boca aquellos reproches, el vacío en el estómago y los ratos robados al sueño que se pagan por ser, así también, medico de cabecera.
El 30 de septiembre de 2004, rofecoxib es retirado del mercado farmacéutico al constatarse un incremento inaceptable de eventos tromboeombolicos serios, incluyendo infarto de miocardio e ictus.
El 21 de diciembre del mismo año, la agencia para la regulación del medicamento americana, la MRHA, extiende el aviso del riesgo cardiovascular al resto de los llamados COX-2, tan extendidos entre la población gracias a técnicas de marketing que potenciaban su menor efecto gastroerosivo respecto a los AINEs clásicos.
La caída en desgracia de estos fármacos estaba anunciada desde entonces y se multiplicaron los estudios tendentes a valorar los efectos cardiovasculares de todos los grupos. Como resultado de estos estudios, la AEMPS, estableció severas restricciones de uso para el Diclofenaco (el más vendido de todos ellos) en junio de 2013. Y más adelante, para uno de sus derivados, el Aceclofenaco, en septiembre de 2014
Toda la historia de la caída en desgracia de uno de los grupos de fármacos más utilizados en nuestro país se puede encontrar maravillosamente relatada en los blogs farmacia de atención primaria y el rincón de Sísifo, dos referentes en cuanto a farmacología y seguridad en la prescripción en la blogsfera sanitaria.
La historia que relato ocurrió allá por el invierno de 2008. Algunos de los datos han sido modificados en aras de preservar la oportuna confidencialidad.

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