La insuficiencia cardiaca (IC)
es considerada hoy en día la gran epidemia dentro de las enfermedades
cardiovasculares, afectando a más de 23 millones de personas en todo el
mundo, y con una previsión de incremento de su prevalencia en torno al
25% en el año 20301.
En España más del 80% de los casos diagnosticados acontecen en
pacientes con edad superior a los 65 años, y su prevalencia alcanza el
10% en la población mayor de 70, representando la primera causa de
hospitalización en este grupo2.
A
pesar de los avances en el tratamiento, la morbimortalidad sigue siendo
excesivamente elevada, con una mediana de supervivencia de 5 años tras
el inicio de los primeros síntomas clínicos3.
El hecho de que no se haya reducido en la magnitud que se esperaba se
debe a varias causas. En primer lugar, tenemos evidencia de que la
implementación de las medidas farmacológicas es aún insuficiente4.
La causa de esta infrautilización reside principalmente en la
complejidad del tratamiento, que exige la combinación de diferentes
fármacos de forma progresivamente escalonada, cuyos efectos secundarios
obligan a una estrecha monitorización de los mismos, sobre todo durante
el período de escalonamiento de las dosis. Otra razón, no menos
importante, es la limitada representatividad de los pacientes evaluados
en los ensayos clínicos con respecto a los que se atienden en la «vida
real». En este sentido, debe destacarse que la mayor parte de los
ensayos clínicos excluyen a enfermos de edad avanzada, que representan
en la práctica diaria la población más numerosa de pacientes con IC, al
igual que sucede con los pacientes con fracción de eyección preservada
(IC-FEP).
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