La medicina a
pie de calle está repleta de historias de trincheras. Son historias que se
rememoran con una taza de café en la mano, historias que arrancan una sonrisa,
un suspiro de juventudes rememoradas o un rictus de dolores subcutáneos. Esta
es una de esas historias, un historia de otoño frío, una historia de guardias,
de vida y de muerte, como todas, y de situaciones absurdas por lo reales,
imposibles por lo cotidianas.
La guardia
se dejaba llevar hacia ese rún rún de horas intrascendentes, de conversaciones
a retazos interrumpidas por los bostezos. Las últimas horas de un día duro, en
las que uno añora su almohada y la respiración sosegante de su contrario o
contraria. Esas horas que esconden una última llamada o un penúltimo timbre al
que se responde arrastrando los pies, el fonendo y el alma.
Aquella vez
fue una llamada de angustia, un "corran que mi madre está muy mala",
de los que revelan terror en cada sílaba, de los que alertan el endurecido
sentido arácnido del viejo médico. Mi compañera y yo llevábamos años de
guardias juntos, una mirada traduce un mensaje de urgencia que no necesita
palabras. Lo demás son movimientos mecanizados y el pequeño coche disparado
hacia el pueblo de al lado.
Se habla
poco cuando se piensa mucho, y al final, los GPS se reemplazan por cabezas
fuera de la ventanilla buscando los rótulos de las calles a la luz pobretona de
las medias farolas. Era un chalet con la verja abierta donde esperaba una mujer
acurrucada cómo podía en su bata. Entramos tras ella en un garaje. Sobre una
silla de madera una anciana vencía la cabeza con esa dejadez que solo sabe dar
la muerte. Su hijo la sujetaba torpemente, llamándola con ese madre tan de los
pueblos, y ese dolor tan de las despedidas.
Al vernos
entrar nos miró con la angustia del que lo sabe todo. Su muñeca inerte y
silenciosa me decía lo que era evidente. "Vamos a tumbarla en el
suelo", les pedí mientras mi compañera desembalaba el aparataje
pertinente. La mujer de la bata corrió escaleras arriba y volvió al cabo de un
momento con una manta que extendió sobre el enlosado.
Rápidamente
su hijo me contó que su madre, muy delicada ya del corazón, hacía años que
llevaba dos "muelles", había decidido salir a tirar la basura. Pero
el contenedor estaba calle arriba y aquello fue demasiado pedir para la vieja
bomba cansada que llevaba en el pecho. Cuando volvió, pálida y mareada, se
sentó en aquella silla y allí había cerrado los ojos entre los brazos de su
hijo.
Entre todos
recolocamos a la anciana sobre la manta, y sus pupilas arreactivas y sus
silencios en el pecho corroboraron el relato y convirtieron en trastos inútiles
el ambú y los demás chismes que rodeaban su cuerpo inerte.
Me levanté y
como me ocurre siempre a pesar del callo de la experiencia, las palabras se me
atragantaron en el gaznate como si fueran brasas. Puse la mano en el hombro de
aquel hombre que no dejaba de mirar a su madre, en esos breves y eternos
momentos en que de repente somos conscientes de lo insignificantes que somos en
realidad.
Su mujer,
aportó el pragmatismo que a veces es de agradecer, y afirmó con rotundidad:
"no podemos dejarla ahí en el suelo hasta que lleguen los de la
funeraria". Pues no, a todos nos parecía una falta de respeto, pero
nos mirábamos los unos a los otros sin ser capaces de reaccionar. Ocupando el
centro del garaje había una mesa de billar. El tapete verde resaltaba contra el
blanco de las paredes y el suelo, y, por un minuto, los cuatro miramos aquella
superficie atraídos por la cercanía. No recuerdo si alguien llegó a sugerirlo,
pero me parece recordar a los cuatro protagonistas de la historia desechando
con un imperceptible movimiento de cabeza la imagen de la pobre anciana velada
sobre una mesa de billar.
"Si
les parece, podemos subirla arriba entre todos, a una habitación". Creo
que fue el hijo el que lanzó la sugerencia al rescate, mirándonos suplicante,
temeroso de que nos negáramos a ayudarles. Mi compañera y yo nos miramos, de
nuevo con el mensaje completo en las pupilas, y nos dispusimos a hacer el
último servicio a aquella pobre anciana. Cogimos cada uno de una esquina de la
manta, repartidos estratégicamente para compensar nuestras fuerzas, y
emprendimos camino escaleras arriba, escaleras estrechas y empinadas que apenas
te dejaban margen para moverte, con el pánico a que se nos cayera haciéndonos
sudar y resoplar.
Al final, la
depositamos con sumo cuidado sobre una cama y muy discretamente recogimos
nuestras cosas, dejando a aquella familia con su pena y sus despedidas. Antes
de irnos, nos regalaron una última mirada de agradecimiento empapada en una
levísima sonrisa. Más que suficiente.
En el camino
de vuelta, comentamos las situaciones tan absurdas que se dan en estas
trincheras de la vida, mientras el Centro de Salud nos recibía en silencio, y
nos marchábamos a la cama con esa intranquilidad del qué nos deparará la noche
que, como los buenos desodorantes, nunca nos abandona.
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