Mi amigo es médico de familia en un centro de salud rural cercano a una gran ciudad. Estando en consulta recibe un aviso. No es para acudir a un domicilio, sino a la calle, apenas a cinco minutos de su consulta. Desde hace ya tiempo los avisos se los pasan a él .Sus compañeros indican a los pacientes que deben acudir al centro, o si se ponen muy pesados , acaban por llamar directamente al servicio de urgencias.
La paciente de hoy es una señora mayor que se ha caído en
medio de la calle. Mi amigo interrumpe la consulta y acude en su coche a
atenderla. Tras una revisión inicial comprueba que afortunadamente sólo tiene
una herida superficial en la cara. La tranquiliza y para terminar la
exploración la sube al coche y la traslada a su consulta, de donde sale unos
minutos después con una simple sutura. En total ha empleado 45 minutos y el
único recurso de su tiempo.
En el pueblo se convierte casi en un héroe. Para él , sin embargo, era la decisión más
lógica. La alternativa implicaba desentenderse de la situación, llamar al
servicio de urgencias, movilizar una ambulancia medicalizada , que
probablemente ( dada la edad de la paciente) hubiera trasladado a la enferma a
un centro hospitalario donde seguramente hubiera acabado pasando muchas horas
esperando un TAC o una Resonancia: un coste desproporcionado pero, lo que es
peor, un rosario de pruebas y molestias completamente innecesario.
Mi amigo no es un héroe. Le asombra que lo que debería ser la
norma se haya convertido en
excepción. Sí, es cierto que la atención primaria lleva ya décadas de
abandono, de menosprecio por parte de las autoridades sanitarias deslumbradas
por el resplandor de los transplantes, las células madre y los cirujanos de
diseño. Una atención primaria donde se ha aceptado resignadamente cualquier
tipo de imposición peregrina, ya sea respecto a la forma de organización de su
propio trabajo, la forma de atender a los pacientes o la decisión ( tomada en
despachos anónimos) de lo que es ser buen médico o no serlo.
Pero reconociendo todo eso habría que pensar cual es nuestra
responsabilidad para haber llegado a ese nivel de deterioro moral: en que atender a una paciente a cinco
minutos de la consulta se
considera que no es incumbencia de un médico de cabecera.
A ese mismo médico que ha ahorrado miles de euros al sistema
sanitario ( y al bolsillo de los contribuyentes indirectamente), se le negará en cambio la posibilidad de
ser sustituido por un compañero cuando lleguen sus vacaciones o solicite un
curso. Una suplencia que no supone ni la décima parte del dinero que él ha
ahorrado al sistema, a nuestro sistema. Algo indignante, a lo que merece la pena oponerse.
Pero sólo
tendremos legitimidad para exigirlo si antes respondemos a la confianza que la
sociedad nos ha otorgado. Nuestra autonomía
es sólo una de las dos caras de nuestra moneda; la otra es cumplir con nuestro
deber, aunque sea molesto, tedioso o ingrato.
De la degradación de la Atención primaria, todos nosotros
somos también responsables.
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