A finales del mes de enero, BMJ publicaba un artículo importante y polémico. La tesis principal del artículo es que la Atención Primaria (AP), más bien los médicos generales o de familia, deberían desprenderse de las actividades preventivas que se han autoadjudicado desde el principio de su actividad1. Esto puede sonar a sacrilegio escrito aquí, en una revista de una sociedad que no solo contempla la prevención como fundamental, sino que tiene un programa específico de actividades preventivas y de promoción de la salud2.
Antes de empezar a criticar, rechazar o ignorar el artículo, que de todo habrá, conviene saber que no es la boutade de unos «iluminados» o de un gerente despistado. Es la reflexión de unos autores conocidos y reconocidos en nuestra disciplina como Iona Heath o Richard Lehman, o de médicos de familia más jóvenes como Minna Johansson que presenta una actividad previa investigadora preocupada por definir y racionalizar el tiempo que invierten los médicos de familia en su actividad diaria. A ella le debemos el concepto de TNT (tiempo necesario para tratar)3, el tiempo que el clínico invierte en la aplicación de recomendaciones preventivas aparentemente beneficiosas, pero que no han demostrada una eficacia clara o un coste de oportunidad favorable4,5.
Los autores sostienen que el énfasis actual en la prevención debe reevaluarse para garantizar que la AP pueda cumplir eficazmente su función tradicional de atender a los enfermos de manera individual. Se basan en que la prevención supone un coste de oportunidad no reconocido para la AP, que se traduce sobre todo en el tiempo que el médico ocupa en poner en práctica estas recomendaciones (estimado en 14 horas)1,5. Por otro lado, la expansión de los servicios preventivos ha llevado a una carga excesiva para los médicos de AP; servicios que a medida que se aplican en personas menos enfermas pierden su eficacia, o no pueden demostrarla y que aportan muchos menos beneficios en salud en proporción al esfuerzo realizado.
Como solución se propone que la responsabilidad de la prevención de enfermedades se traslade de la AP a la salud pública, con el objetivo de lograr un uso de los recursos médicos, ya escasos y sobrecargados, de forma más efectiva. Esto permitiría recuperar tiempo a los médicos de familia para dedicar a la atención de sus pacientes, tratar sus enfermedades y proporcionar una relación estable y mantenida en el tiempo.
Como proclama el artículo en su título, no tendrían que «sacrificar la atención al paciente en aras de la prevención» y producir así una «distorsión del papel de la Atención Primaria». Esta distorsión surge de una ambición bienintencionada que asigna al médico de familia responsabilidades que deberían caer en otros ámbitos: actividades preventivas corresponden a la salud pública, la lucha contra los determinantes sociales de la enfermedad que correspondería a las políticas y a los políticos, y la orientación comunitaria que debería ser liderada por organizaciones locales dirigidas por los propios ciudadanos. No se trata de que el médico de familia escape de su vertiente preventiva, social y comunitaria (todo es medicina y todo es AP), sino de que se delimite con nitidez lo que son responsabilidades de la AP de lo que son de otros estamentos y organizaciones; probablemente, el resultado sería mejor y no queda otro remedio, porque no tenemos tiempo.
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