La forma más eficiente, equitativa y segura de prestar asistencia sanitaria es la basada en una Atención Primaria (AP) fuerte, resolutiva y con cobertura universal1,2. Ninguna otra forma de organización ha demostrado mejores resultados para la salud del conjunto de la población, ni mayor eficiencia en el desempeño del sistema sanitario.
La atención centrada en la persona y no solo en la enfermedad (integralidad), mantenida a lo largo del tiempo por el mismo profesional (longitudinalidad), prestada a un mismo paciente por diferentes profesionales en distintos niveles (continuidad), accesible para el conjunto de la población (accesibilidad) y coordinada entre los profesionales del primer nivel asistencial y otros especialistas (coordinación), definen la esencia de la AP y le confieren su inigualable valor.
Aunque todos estos atributos contribuyen a los mejores resultados obtenidos por los sistemas de salud basados en AP, la longitudinalidad es, sin duda, uno de los que tiene mayor impacto. Desde la publicación de los trabajos de Starfield1 y Kringos et al.2, la evidencia sobre sus beneficios no ha hecho más que aumentar y nuevos estudios demuestran que la atención personalizada y mantenida en el tiempo por el mismo profesional es una cuestión de vida o muerte3,4,5.
La longitudinalidad es la relación estable y mantenida en el tiempo entre el mismo médico y sus pacientes. Aunque puede darse en otros ámbitos, es característica del primer nivel asistencial. Lo mismo sucede con las enfermeras y otros profesionales de AP que mantienen una relación duradera con los pacientes de su cupo. La atención a lo largo de la vida por el mismo profesional crea una relación de confianza, conocimiento mutuo y compromiso, que favorece una asistencia más humana y segura6.
La continuidad es la atención que se presta a un mismo paciente por diferentes profesionales, en distintos niveles. Longitudinalidad y la continuidad asistencial son elementos complementarios que se potencian entre sí, mejorando la calidad de la asistencia, el uso de los recursos, la eficiencia del sistema y la satisfacción de pacientes y profesionales.
La longitudinalidad facilita la atención preventiva y el reconocimiento precoz de los problemas de salud; evita el sobrediagnóstico, la medicalización y los eventos adversos derivados de la sobreexposición a pruebas y tratamientos innecesarios; disminuye las derivaciones a los especialistas del segundo nivel7, reduce las visitas a los servicios de urgencias, los ingresos hospitalarios y la mortalidad5,8,9, y mejora la esperanza y la calidad de vida, particularmente en las personas mayores10. Unos resultados que muy pocos tratamientos e intervenciones sanitarias han podido demostrar.
Imaginemos qué pasaría con cualquier medicamento, tecnología o intervención sanitaria que consiguiera una tasa de reducción de la mortalidad de hasta un 30%, como ha demostrado conseguir la longitudinalidad. Las multinacionales se apresurarían a patentarlo y posicionarlo en el mercado. Sería portada en todos los medios. Sirva de ejemplo lo que pasa con medicamentos que producen un mínimo resultado clínico, con significación estadística en el límite y escasos estudios de calidad. Como señala Sergio Minué, «la relación estable y cotidiana (entre el médico de familia y sus pacientes) forma más parte del reino de la literatura que de la medicina, y no atrae la atención de los grandes comunicadores ni parece moderno alabar en demasía instrumentos no mediados por patentes»11.
La AP, a diferencia de los medicamentos y los avances tecnológicos, no juega en la liga del mercado porque no genera beneficios económicos relevantes ni contribuye al consumismo sanitario. Una de sus principales ventajas es, precisamente, que promueve el uso racional de fármacos y pruebas diagnósticas, evitando intervenciones innecesarias12. Por tanto, el óptimo funcionamiento de la AP no interesa al sistema financiero. Aunque la AP construye una sociedad más saludable, el valor que aporta —promoción de la salud, prevención de la enfermedad, diagnóstico temprano, utilización prudente de fármacos— está invisibilizado y no cotiza en bolsa. Esta realidad ha contribuido a una progresiva desfinanciación de la AP en los últimos 15 años13.
El progresivo debilitamiento inversor y la falta de reconocimiento del primer nivel asistencial se traducen en escasez de recursos técnicos y humanos, precariedad en el empleo e insuficiente relevo generacional. Las condiciones de trabajo cada vez más exigentes, con agendas de rebosamiento y menos tiempo de atención por paciente —la principal herramienta diagnóstica y terapéutica en AP es el tiempo—, hacen peligrar el lado más humano de la asistencia sanitaria y menoscaban las ventajas de la longitudinalidad. Estas consecuencias afectan más a quienes más se benefician de la longitudinalidad y continuidad asistencial: los pacientes de edad avanzada, con mayor carga de enfermedades y tratamientos crónicos, y las personas con menos recursos económicos, convirtiéndose así el propio sistema sanitario en un factor generador de inequidades en salud.
La situación actual es tan preocupante que el Foro de Atención Primaria, compuesto por ocho entidades y sociedades científicas, ha advertido sobre el riesgo de desaparición de la AP si no se toman medidas para fortalecerla con carácter urgente14.
Las soluciones son bien conocidas y están sobradamente documentadas13,15,16. No hacen falta más palabras ni promesas, solo financiación. Asignar a la AP el presupuesto necesario para que pueda continuar aportando al sistema y a la sociedad lo que solamente la AP puede aportar: una atención accesible, cercana, humana, integral, longitudinal y continuada a lo largo de toda la vida del paciente.
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