Desde nuestra trinchera se veía todo diferente. El tiempo parecía haberse detenido y cada día era igual al anterior. Mismo camino, mismas caras, mismo ritual de preparación para luchar contra un enemigo que avanzaba a golpe de oleadas. La pandemia lo llenaba todo, hasta tal punto que dejamos de ver que la vida seguía su curso y que otras enfermedades continuaban su rumbo, aparentemente sin freno, apareciendo ante nosotros cuando, a veces, ya era demasiado tarde.
La propagación de la enfermedad nos obligó a levantar barreras, a ponerlas entre nosotros, ante nuestras familias y ante nuestros pacientes. Un muro alto, pero transparente, que nos permitía ver qué había al otro lado para así no perder el camino a seguir. De forma paradójica, ese muro, más que separar, nos hizo ver lo necesario que era el trato humano con nuestros pacientes, la importancia de la empatía, la escucha y la comprensión, tanto con ellos como con sus familias.
Muros derribando otros muros invisibles, construidos durante años y que creíamos infranqueables: la separación entre las distintas especialidades médicas, asignatura pendiente a la hora de establecer una atención continuada al paciente, se desvanecía. Tras la mascarilla, todos éramos soldados del mismo ejército, encontrando el apoyo que necesitábamos en el que hasta entonces había sido casi un desconocido. Humanidad… humanidad en el mismo lado de la trinchera.
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