Recientemente, uno de nosotros participó en un grupo de una asociación
profesional importante de este país acerca de la relevancia de los
conflictos de interés entre la industria farmacéutica y dicha
asociación, y cómo se debería manejar dicha cuestión en el futuro. En el
momento de publicar esta entrada, el grupo aún no ha hechos públicas
sus conclusiones, o tal vez ya el equipo de gobierno de la asociación
está debatiendo las mismas. Cuando sepamos algo más del asunto, si
llegamos a saberlo como esperamos, lo comentaremos. Mientras tanto,
queríamos publicar un texto que preparamos para dicho grupo de estudio,
intentando responder a la pregunta que hemos usado como título:
¿En qué aspectos se manifiesta la relación de la industria farmacéutica con la Psiquiatría y sus profesionales?
Si son fieles lectores de nuestro blog, reconocerán que el texto que hoy
traemos es una versión de uno que ya publicamos en estas páginas. Aún
así, consideramos de interés traerlo de nuevo, porque tiene algunos
cambios sobre la primera versión y porque ahora incluye una muy completa
bibliografía sobre el tema, que consideramos de indudable interés.
Si están un poco hartos de que sigamos con el tema de las relaciones
entre profesionales e industria y su inherente déficit ético, no se
imaginan lo hartos que estamos nosotros de tener que estar con lo mismo.
Pero como nos parece que el problema está aún lejos de ser solucionado,
pues habrá que continuar en la trinchera. Citando a los clásicos: "Es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo".
Para intentar ser más útiles, hemos enlazado cada artículo o libro de la
bibliografía a su correspondiente referencia o, cuando estaba
disponible, al trabajo completo citado.
Y ya sin más dilaciones, nuestro texto:
Hay recientes traducciones al castellano de obras importantes que
abordan este tema, con abundante documentación sobre la situación que
denuncian (1, 2). Por nuestra parte y con fines didácticos, porque el
solapamiento es evidente, hemos decidido acotar una serie de apartados
en los que se puede desglosar la influencia de la industria farmacéutica
sobre la Psiquiatría en la actualidad:
- Clasificaciones psiquiátricas.
- Investigación.
- Desarrollo de nuevos fármacos.
- Marketing directo.
Estos cuatro apartados implican y confluyen en el hecho de que la mayor
parte de la formación que reciben los profesionales está influida por la
industria farmacéutica, que crea así el saber oficial de la disciplina.
Por otra parte, la influencia de la industria actúa también sobre la
sociedad en general, desde estos cuatro apartados o cualquier otra
división que hagamos, y contribuye a establecer un saber popular sobre
la salud mental que tiende a conceptualizar cualquier malestar vital
como trastorno mental y cualquier trastorno mental como disfunción
biológica subsidiaria de tratamientos farmacológicos, habitualmente
publicitados como eficaces y seguros, pese a la cada vez mayor cantidad
de estudios que cuestionan tanto eficacia (3, 4, 5, 6, 7, 8, 9) como
seguridad (3, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16). Curiosamente, este saber
popular es compartido por muchos profesionales, aunque carece de pruebas
en todos sus niveles.
Se podría hacer referencia a un quinto apartado en relación con el gasto
farmacéutico que resulta aumentado más allá de lo razonable por la
influencia de la industria en aspectos como la visión negativa sobre
fármacos genéricos y/o antiguos frente a fármacos nuevos que no han
demostrado ser mejores ni más seguros que los previamente existentes
(17), aunque sí han sido menos estudiados evidentemente, o bien aumentos
de la prescripción en relación con la medicalización de procesos no
morbosos en sí, o disminución de umbrales diagnósticos, etc. Sin
embargo, consideramos que la influencia de la industria es negativa y
debe evitarse en base a los cuatro puntos que vamos a desarrollar, con
independencia de que ello suponga mayor gasto (como de hecho sucede) o
mayor ahorro.
Pero vayamos ya con los cuatro apartados en que hemos escogido dividir
el tema, insistiendo en que se podrían hacer otras divisiones (18, 19):
Clasificaciones en Psiquiatría
La industria influye de forma clara en la clasificación de las
enfermedades mentales y, por lo tanto, en la medicalización de
condiciones que no merecerían posiblemente el apelativo de
“enfermedades”. Para la redacción de los actuales manuales
clasificatorios, DSM y CIE, los paneles de expertos se reunían y
decidían qué trastornos entraban a formar parte de la clasificación y de
qué manera lo hacían (20), sin que se hagan públicas en dichos manuales
las referencias bibliográficas en las que se apoya la creación de cada
categoría. Ambos manuales constituyen un caso sorprendente de
publicación científica que no aporta referencia bibliográfica alguna,
aunque luego se constituyen a sí mismos como las referencias
bibliográficas fundamentales de la disciplina.
Se ha sabido también que más de la mitad de los expertos del DSM-5
tienen conflictos de interés (21), algunos por elevadísimas cantidades
de dinero, con los laboratorios que producen los fármacos indicados para
cada categoría. O se ha descrito (20, 22) cómo se produjo
históricamente la invención de cuadros clínicos previamente inexistentes
tales como el trastorno por estrés postraumático, el TDAH o la fobia
social... O bien se elevó a rango de epidemia trastornos poco frecuentes
como la depresión o el trastorno bipolar... La influencia de la
industria, que amplía exponencialmente sus beneficios con la aparición
de nuevos trastornos o el aumento de prevalencia de los ya conocidos, es
innegable en relación con los citados conflictos de interés que
presentan los psiquiatras que diseñan estas entidades diagnósticas y en
relación con el psiquiatra de a pie que, a través del continuo contacto
con el visitador comercial de cada laboratorio, tiene cada vez más
presente el nuevo trastorno.
O, y esto es cada vez más grave, influyendo a través de asociaciones de
pacientes o familiares o con intervenciones directas en la población,
consiguiendo que los pacientes que acuden a las consultas de salud
mental vengan ya sugestionados buscando el fármaco adecuado para un
desequilibrio químico que nadie ha demostrado de forma fehaciente a
pesar de las varias décadas que hace que se busca.
Investigación
La industria farmacéutica lleva a cabo la mayor parte de la
investigación tanto previa como posterior a la comercialización de los
psicofármacos, dentro de un escenario de lamentable dejadez de funciones
de las administraciones públicas. Ello trae consigo una serie de
circunstancias que han sido denunciadas profusamente (1,2) sin que hasta
el momento se haya solucionado satisfactoriamente dicha situación, a
pesar de loables iniciativas a favor de la transparencia en la
publicación de todos los ensayos clínicos.
Entre estas circunstancias tenemos:
- Ocultación de estudios cuyos resultados no son favorables al fármaco del laboratorio que financia dicho estudio (23).
- Manipulación de los resultados, muy lejos de lo que sería una práctica científica honesta. Por ejemplo: con muestras demasiado pequeñas; o análisis por subgrupos hasta encontrar cualquier hallazgo significativo en algún grupo no delimitado previamente a la realización del estudio; o seguimientos demasiado cortos para detectar efectos secundarios a largo plazo; o empleo de variables subrogadas sin relevancia clínica demostrada; o comparación con dosis no equivalentes para exagerar efectos secundarios del comparador (24); o el fenómeno muy frecuente del ghostwriting (25), por el cual una compañía contratada por el laboratorio diseña, ejecuta y escribe el estudio, para que luego expertos de reconocido prestigio pongan su nombre, sin haber realizado realmente el trabajo de campo o a veces ni siquiera haber escrito ni comprobado el manuscrito; o etc., etc.
La determinante influencia de la industria en lo que se publica y con
qué nivel de calidad científica se hace, lleva directamente a que los
prescriptores no tengan acceso a toda la información disponible sobre
los fármacos que prescriben (1). Estudios con resultados negativos no se
publican, y aquellos estudios que sí se publican muchas veces no nos
aportan la información suficiente ni cuentan con una metodología
apropiada. Ni se investiga bastante ni llega a nosotros lo que realmente
se investiga. Es asombroso cómo apenas hay estudios amplios de, por
ejemplo, efectos secundarios a largo plazo (diez, veinte o más años) o
bien de qué fenómenos de neuroadaptación se producen con tratamientos
antipsicóticos o eutimizantes, cuando son fármacos prescritos con
muchísima frecuencia de forma indefinida. Y cuando algún estudio
encuentra datos de, por ejemplo, atrofia cerebral asociada a tratamiento
a largo plazo con antipsicóticos (10, 13), apenas influye en nuestra
práctica clínica... O cómo tenemos decenas de miles de niños medicados
con estimulantes anfetamínicos o de otro tipo, así como con
antipsicóticos, sin disponer de estudios que nos digan qué efecto tienen
estas sustancias sobre un cerebro en formación en cinco o diez años en
el futuro. Evidentemente, la culpa para nada es sólo de la industria, la
cual investiga lo que le conviene, sino también de las administraciones
públicas que se desentienden de sus obligaciones de control en una
negligencia cuyas implicaciones sanitarias son incalculables.
El hecho de que la investigación recaiga en manos de la industria lleva
también a que sea la industria la que marca cuáles son los temas de
investigación y cuáles no... Ahí vemos, por ejemplo, cómo se
conceptualiza la patología como necesariamente crónica, desapareciendo
los cuadros agudos (que, por definición no requieren medicación de por
vida). La psicosis aguda ha desaparecido para ser sustituida por el
primer episodio psicótico (lo que augura inevitablemente una serie y se
convierte en la práctica y la teoría en un diagnóstico de esquizofrenia a
perpetuidad); el episodio depresivo aislado es una rareza, en un mar de
trastornos depresivos recurrentes, cada vez más incapacitantes; el niño
travieso o despistado es diagnosticado indudablemente de déficit de
atención con hiperactividad (26); la persona normal ya no existe,
poseída por mil combinaciones comórbidas de trastornos de personalidad
para los que se ensayan los más creativos cócteles de psicofármacos. La
investigación sobre psicoterapias queda siempre en un plano secundario, y
no digamos dónde queda ya la investigación sobre los aspectos sociales
del proceso de enfermar o de recuperarse...
Desarrollo de nuevos fármacos
La industria farmacéutica en la actualidad es el principal desarrollador
de nuevos fármacos, también en psiquiatría. Se insiste muchas veces en
el factor de innovación que la industria trae consigo. Sin embargo, al
menos en psiquiatría, son muchas las voces que señalan que apenas ha
habido avances farmacológicos dignos de ese nombre en las últimas
décadas (3). Desmontada a nivel científico (aunque disfrutando aún de
excelente salud comercial), la burbuja de los nuevos antipsicóticos
(17), tras los datos de múltiples revisiones independientes (27, 28, 29)
de no mayor eficacia que los antiguos y no mejor tolerancia (con
efectos metabólicos posiblemente más graves que no parece claro que
compensen un perfil neurológico tal vez mejor) y con datos preocupantes
(aunque habitualmente ignorados) de cómo correlaciona el mayor uso de
antidepresivos con aumento en las cifras globales de depresión (22) y de
forma llamativa en las de depresión resistente al tratamiento (30),
pues no nos parece que la evidencia acumulada apoye la tesis de que la
innovación haya sido tal en nuestro campo.
Hoy en día, por desgracia, lo usual es que el gran avance farmacológico
sea un cambio cosmético en una molécula previamente comercializada (y
normalmente cercana a la fecha de pérdida de su patente), consiguiéndose
un nuevo fármaco que no suele demostrar ni mayor eficacia, ni mejor
tolerancia, ni menor coste. Aunque suele funcionar de forma excelente
como producto comercial a través de campañas de marketing de indudable
éxito. Los ejemplos del escitalopram, la desvenlafaxina o la
paliperidona, hablan por sí solos. Otros productos nuevos como la
asenapina o la agomelatina no parecen haber mejorado nada lo ya
existente, aparte de aumentar el gasto farmacéutico, con la repercusión
evidente en el contexto de crisis y recortes que llevamos ya años
sufriendo, tanto profesionales como pacientes.
Administraciones sanitarias, como la FDA americana, la EMA europea o la
AEMPS española (muy poco independientes, desde el momento que son
financiadas en gran parte por la propia industria farmacéutica y con una
frecuente puerta giratoria por la que empleados de estos organismos
públicos acaban trabajando para los laboratorios que se supone
vigilaban) son, de nuevo, las culpables últimas de esta situación. Para
aprobar un nuevo fármaco se requieren dos ensayos clínicos donde
demuestre su eficacia frente a placebo. Como ha denunciado
vehementemente el Dr. David Healy (31), este sistema, bienintencionado
en inicio, es totalmente inadecuado y a la postre, dañino. Un
laboratorio puede realizar diez estudios comparativos frente a placebo
en los que obtenga ocho resultados negativos para el fármaco y dos
positivos, y le basta con presentar esos dos y consigue la aprobación
del fármaco. Con el agravante en psiquiatría de que las escalas de
eficacia pueden arrojar diferencias que sean estadísticamente
significativas pero clínicamente irrelevantes. Es decir, no se compara
el nuevo fármaco con alguno ya existente y en cuyo funcionamiento se
pueda confiar. No se presta atención a estudios a largo plazo de efectos
secundarios ni a efectos secundarios poco frecuentes (se ha calculado
que para detectar un efecto adverso grave con frecuencia 1/1.000 se
precisan muestras de 3.000 sujetos, y rara vez se llega a eso en un
estudio precomercialización; si tal efecto adverso existe y el fármaco
se da a un millón de personas, matemáticamente morirán 1.000 personas
por ese efecto). Son de dolorosa actualidad las multas millonarias a las
que la industria es condenada por ocultar información acerca de efectos
secundarios de algunas de sus últimas innovaciones, como los casos del
rofecoxib (32) o la rosiglitazona (33), con las implicaciones en
términos de morbimortalidad que ello implica.
Marketing directo
Otro aspecto clave de la influencia de la industria farmacéutica en la
psiquiatría es el más obvio pero no por ello el menos preocupante: el
marketing. En nuestro medio no hay publicidad directa al consumidor,
aunque ya consiguen las compañías farmacéuticas crear campañas
indirectas a través de mensajes de concienciación por los que los
médicos o ciertas asociaciones aconsejan a la opinión pública que esté
alerta no vaya a ser que su timidez sea una fobia social (20), que su
hijo rebelde sea un oposicionista-desafiante, o que el hecho de que esté
en paro y con tres hijos no es lo que le pone triste o nervioso, sino
que padece usted un trastorno ansioso-depresivo necesitado de un
tratamiento cuyo precio le solucionaría sin embargo gran parte de sus
problemas.
El marketing de la industria se hace muchas veces a través de
asociaciones profesionales, o bien de pacientes o familiares que,
normalmente con la mejor intención, caen en el engaño de promocionar
supuestas enfermedades necesitadas de tratamiento (como ocurre por
ejemplo con el TDAH) o de promocionar determinados fármacos para
determinados trastornos (como ciertas campañas contra el estigma en la
esquizofrenia, que no son otra cosa que elaborados y eficaces
publirreportajes sobre fármacos concretos).
Pero, evidentemente, el principal marketing, al menos hasta ahora, se
lleva a cabo sobre los profesionales, sobre todo pero no exclusivamente,
sobre los médicos prescriptores. Amables visitadores comerciales llenan
nuestros centros de trabajo, con la consiguiente pérdida del tiempo
disponible para asistencia, docencia e investigación, bajo la premisa
falsa de que traen información científica que en realidad no es más que
propaganda, como corresponde a su rol comercial. Es habitual en esta
interacción profesional-visitador la recepción de obsequios, normalmente
de pequeño valor pero con escandalosas excepciones. Muchas veces
mediante subterfugios que ocultan, bajo lo que parecen actividades
científicas, días de vacaciones pagadas en distintas partes del país o
del mundo. Es más que abundante la bibliografía que desaconseja dicha
interrelación por los efectos negativos sobre la calidad de la
prescripción del profesional (34, 35, 36, 37).
Aparte de que la recepción de cualquier obsequio está prohibida por ley,
según la Ley del Medicamento (38), y que, desde luego, no puede ser
tomada por un “regalo”. Porque no es gratis, sino que lleva aparejada
una deuda que obliga, de entrada, a seguir recibiendo la visita de ese
comercial que te ha traído el obsequio en cuestión (desde pequeño –o no
tan pequeño- material de papelería o informático hasta caros libros de
la especialidad) y a querer, más o menos inconscientemente, devolverle
el favor. Así funciona el ser humano, al menos en nuestra cultura. Y si
el profesional cree que no le va a influir el obsequio, debería pararse a
pensar que el visitador está convencido de que sí.
Otro aspecto igualmente negativo de la interacción visitador-profesional
es la exposición a la propaganda comercial presentada como si fuera
información científica. Independientemente del escaso valor metodológico
de muchas de las publicaciones que distribuyen o de los sesgos más o
menos aparentes de los estudios, el más evidente y preocupante es el
sesgo de selección: si hay veinte estudios que dicen que su fármaco no
vale para nada y dos que dicen que es bueno, evidentemente el
representante comercial sólo nos enseñará esos dos. Consideramos que
debe ser el propio profesional, con el apoyo en lo posible de
administraciones sanitarias o asociaciones profesionales, quien se
busque, y se pague, su propia formación. Como hacen otros profesionales
de la salud como enfermeras, psicólogos o trabajadores sociales. O el
resto de profesionales de otros campos, que también deben preocuparse
por estar actualizados en sus respectivos oficios. Además, en el
contexto en que vivimos en que la información científica de calidad está
disponible en internet a gran velocidad y de forma fácilmente accesible
para cualquiera con un poco de interés, no parece imprescindible para
la formación continuada de los profesionales seguir celebrando caras
reuniones en hoteles de lujo. Abandonar la interacción entre
profesionales e industria no sólo es posible sin perjuicio formativo
alguno, sino que ha llegado a ser imprescindible para que nuestra
formación continuada pueda ser independiente y de calidad, objetivo al
que estamos obligados de cara a dar la mejor atención posible a nuestros
pacientes.
Bibliografía:
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