El uso del teléfono como vía de comunicación entre el personal de los centros de salud y los pacientes ha aumentado extraordinariamente desde el inicio de la pandemia, para gestionar el aumento de la demanda por la COVID-19 y disminuir el riesgo de contagios en las ya antes atestadas salas de espera. Aunque las visitas presenciales han seguido haciéndose, tanto en consulta como en los domicilios, su proporción ha disminuido paralelamente al aumento de las telefónicas. Un cambio adaptativo que frenó la explosión inicial de contagios en los centros, pero que también tiene sus limitaciones y sus efectos adversos. Un bandazo en la forma habitual de relacionarnos que supone un reto tanto para los profesionales como para los pacientes.
En una entrada previa en este blog, con recomendaciones para una consulta telefónica segura, ya señalamos que la conversación por teléfono ha pasado de utilizarse en contadas ocasiones, principalmente para resolver cuestiones de baja complejidad y trámites administrativos, a utilizarse a menudo, incluso para la valoración de problemas complejos, pacientes frágiles o pluripatológicos, revisión y actualización de prescripciones crónicas, evaluación y tratamiento de reagudizaciones de enfermedades crónicas, atención a nuevos problemas de salud, etc. Un cambio muy sustancial no solo cuantitativo sino también cualitativo, al empezar a aplicarse un tipo de entrevista muy limitado, solo por voz, a situaciones de alta complejidad e incertidumbre.
Los centros de salud han estado abiertos durante toda la pandemia pero el paciente, como requisito previo para la atención a demanda, ha de llamar por teléfono y esperar a que le contesten. Este hecho, combinado con la escasez de personal y de líneas telefónicas, ha supuesto un deterioro de la accesibilidad, uno de los atributos que hacen a la atención primaria eficiente, satisfactoria y segura.
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