La historia del manejo del dolor en las últimas décadas está jalonada de errores tanto científicos y organizativos. Unos del todo bien intencionados y otros no tanto. Es una prueba más de que la estimulación del trabajo médico en alguna dirección tiene que ser bien sopesada porque casi siempre es un arma de doble filo. Siempre entraña riesgos, algunos muy graves.
Seguramente el primero de todos los errores recientes se remonta a 1980 y es una carta publicada en el New England Journal of Medicine por dos integrantes del centro de vigilancia de fármacos la Universidad de Boston. La carta tenía 5 frases y en ella se aseguraba que de 11882 pacientes a los que se había prescrito algún opiáceo solo 4 habían tenido problemas de dependencia. Nada más que eso. Esa carta citada más de 600 veces fue suficiente para asentar la idea de que se podían manejar con seguridad esos fármacos. Se calcula que hasta una de cada 16 personas que reciben tratamiento con opiáceos en el control del dolor postquirúrgico pueden manifestar síntomas de dependencia.
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Posteriormente la American Pain Society en su congreso de 1996 declara el dolor como “el quinto signo vital”. Los otros 4 eran la temperatura, la tensión arterial, la frecuencia cardiaca (el pulso) y la frecuencia respiratoria. Esa idea fue apoyada por sociedades científicas norteamericanas y posteriormente por Reino Unido. Se recomendó y se incentivó el registro del dolor en la historia clínica, el uso de escalas para medirlo -la analógica visual y la numérica de 0 a 10 son las más habituales- y por lo tanto la prescripción de medicamentos para controlarlo. Esta campaña y las actividades y evaluaciones posteriores para comprobar su seguimiento impulsaron la prescripción de opiáceos sin mejoría del control del mismo.
La falsa idea de la seguridad de los medicamentos para el dolor y el estímulo para su prescripción dispararon el consumo y los problemas asociados.
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