A lo largo de las últimas décadas se han acumulado los estudios sobre los determinantes sociales de la salud, que han demostrado cómo el código postal influye más en la salud que el código genético1,2. Sin embargo, esta aseveración tan repetida (y toda la ciencia que la sustenta) no ha acarreado cambios estructurales en nuestra forma de entender los procesos de salud-enfermedad: enfermamos y sanamos socialmente, pero al analizar las consecuencias sigue predominando la mirada biomédica, con lo que la respuesta discurre mayoritariamente en este mismo sentido. Esto es algo que ha quedado patente en la forma de organizar la respuesta a la pandemia por COVID-19: seguimos tratando lo biomédico (condicionado por lo social) como exclusivamente biomédico, aunque pongamos como guinda al pastel un recordatorio sobre los determinantes sociales y la equidad.
Si las causas de las desigualdades en salud son sociales, así tendrán que ser las soluciones, de otra forma, desde el modelo biomédico, estamos reproduciendo dichas desigualdades. En este sentido, uno de los conceptos clave en el momento actual es el de sindemia3: este término híbrido (sinergia-demos), acuñado por el antropólogo Merill Singer, pone el foco en lo relacional y los determinantes sociales de la salud en los procesos de enfermar.
El concepto de sindemia aplicado a la COVID-19 se refiere al efecto sinérgico que se produce entre el virus y las patologías concurrentes, permitiendo visibilizar otras epidemias de enfermedades preexistentes que colocan en una situación de mayor vulnerabilidad frente al virus a unas personas que a otras. Pero va más allá del enfoque de la comorbilidad como simple sumatorio de enfermedades, ampliando la mirada a los procesos biosociales en los que se dan estas enfermedades, además de entender los contextos y las condiciones de vida como los posibilitadores de estas interacciones entre distintas patologías4.
El Centers for Disease Control and Prevention (CDC) explica así el enfoque sindémico: «Mientras que el enfoque tradicional de salud pública empieza por definir la enfermedad en cuestión, un enfoque sindémico primero definiría la población, identificando las condiciones que generan y mantienen la salud en esa población, por qué esas condiciones son diferentes entre poblaciones y cómo hacer para abordarlas de forma adecuada»5. Un abordaje adecuado de las diferencias injustas y evitables de las condiciones de vida de las personas precisa de un enfoque de equidad, siendo la acción comunitaria una herramienta para trabajar en la disminución de las inequidades.
Se trata de un modelo que ha tomado más protagonismo en la época de la COVID-19, pero que ya desde hace años se viene proponiendo desde la antropología médica como herramienta que nos permite ampliar el foco biomédico, poniendo en el centro las condiciones en las que enfermamos, e integrar los determinantes sociales en la forma de entender la salud y la enfermedad en lugar de ser simplemente la explicación de la carga desigual de enfermedad en poblaciones6.
Aunque la pandemia por COVID-19 es un fenómeno global, no parece adecuado el uso del término sindemia global, ya que la pandemia tiene expresiones diferentes en distintos contextos locales, que es justamente en donde pone el foco tanto la perspectiva sindémica como la acción comunitaria. El entorno local, la comunidad, es donde se desarrolla la vida de las personas; el barrio, el vecindario, es donde las personas viven y trabajan, pero también donde enferman y sanan, son territorios comunes y próximos a la ciudadanía donde se tejen vínculos, relaciones y redes de apoyo.
El enfoque sindémico también pone el énfasis en lo relacional, porque enfermamos en comunidad y es en comunidad donde debemos encontrar las herramientas para mejorar o mantener la salud. Este foco en lo relacional lo tienen en común la sindemia y la acción comunitaria, entendiendo la acción comunitaria como la dinamización de las relaciones sociales de cooperación entre las personas de un determinado ámbito o espacio de convivencia7.
Las personas viven en comunidad y pueden relacionarse de formas diversas, favoreciendo la equidad, o no. La participación, un elemento clave en la acción comunitaria, favorece la generación o mantenimiento de redes sociales y la cohesión social. Además, la cohesión social está muy vinculada con las desigualdades sociales, de tal forma que en sociedades más igualitarias todas las personas, independientemente de su posición socioeconómica, tienden a participar más en grupos locales, organizaciones de voluntarios y asociaciones8. Y viceversa: la participación disminuye las desigualdades sociales, facilitando que las personas puedan incrementar el control sobre las cuestiones que afectan a sus vidas, lo que repercute positivamente en la salud individual, pero también en la salud poblacional, al poderse ajustar mejor las políticas e intervenciones a las necesidades de la población9.
Pero, además, el enfoque sindémico abre la mirada, nuevamente, para permitir entender que la acción comunitaria es más necesaria que nunca (figura 1).
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