Los medicamentos comercializados con el nombre de «antidepresivos» (AD)
pertenecen a una clase farmacéutica cuya característica es su
prescripción en una constelación de síntomas que en Occidente, de
momento, hemos llamado «depresión mayor». Sin embargo, estos
medicamentos no se emplean únicamente en este síndrome, sino que se
pautan también en muchos otros problemas mentales que incluyen
alteraciones de la conductaalimentaria, ansiedad, obsesiones, rituales
compulsivos, pero también en síntomas físicos sin explicación médica,
duelos y muchas de las reacciones emocionales adaptativas y saludables
que se derivan de problemas sociales o enfermedades médicas de carácter
crónico.
El fundamento de la prescripción de estos fármacos es que la causa de
las manifestaciones sintomáticas es una alteración en los circuitos de
neurotransmisión cerebral. Como los AD afectan principalmente a los
sistemas serotoninérgico, noradrenérgico y dopaminérgico, se ha
postulado a posteriori que la depresión y otros problemas mentales
estarían causados por un desequilibrio monoaminérgico de algún tipo, que
estos medicamentos se encargarían de corregir de forma específica. Esta
teoría nunca se ha demostrado, pero ha propiciado que el tratamiento de
la depresión y de buena parte del malestar psíquico se realice
predominantemente con este tipo de pastillas1.
La imposibilidad de una conceptualización única y definitiva de los
problemas mentales que aúne todas las variables psicológicas, biológicas
y sociales y que determine su esencia y su delimitación, ha sido el
terreno fértil para la construcción e implantación de un conocimiento
basado en el modelo biomédico que ha colocado a los AD en una de las
clases farmacológicas más vendidas de todo el mundo. El propósito de
este texto es, precisamente, cuestionar la legitimidad de ese
conocimiento y sentar las bases para un uso adecuado de los AD, más
cauto, reflexivo y menos dañino para nuestros pacientes.
http://amf-semfyc.com/web/article_ver.php?id=1982
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