Cada cierto tiempo, en la consulta
recibo un par de llamadas especiales. Ya hace tiempo que mis
pacientes utilizan el teléfono para solucionar pequeños problemas.
Yo les atiendo de inmediato, pidiendo disculpas a los que detienen
amablemente sus relatos. Nadie suele abusar, son interrupciones
breves, respuestas sencillas, anotaciones rápidas, que son toleradas
con la misericordia propia de quién sabe que pecará algún día.
Esas dos llamadas especiales terminan
invariablemente con un "no te preocupes, luego me paso".
Son llamadas de socorro pactadas, redes de seguridad para
trapecistas de la vida y de la Medicina. Al terminar la consulta me
monto en el coche y acudo al rescate. Son los domicilios compasivos.
Isabel vive en el pueblo de toda la
vida. Soportó como los demás el cambio de médico, la marcha de
quién les había cuidado durante veinticinco años, torciendo el
gesto y resignándose a lo que les trajera el azar. Y el azar me
trajo a mi. Me pareció desde el principio una anciana encantadora,
una mujer enorme, que se movía despacio y torpona, que acudía a la
consulta con el pelo recién peinado, de un gris brillante, con
vestidos oscuros y elegantes pañuelos de seda alrededor del cuello.
Aunque parecía tener siempre dispuesta la lágrima, era de risa
fácil e hicimos enseguida buenas migas. Yo bromeaba con lo guapa que
se ponía para venir a verme y ella sonreía picarona. Luego se
quedaba callada unos segundos como si sintiera una lanza en el
costado, y volvían a brillarle los ojos amenazantes. Me intrigaban
esas tristezas, siempre dispuestas a clavarse entre sus costillas.
Hay vidas que no descubriríamos ni en toda una vida de escuchantes.
Poco a poco fueron espaciándose las
visitas. Los años pesaban sobre las vértebras aplastadas, capaces
apenas de mantener en pie aquella anatomía de mujerona. Juntos
habíamos ido racionalizando la vejez, y hartos de buscar otros
culpables, habíamos decidido dejar descansar a sus males. Con la
primavera solía dejarse caer por la consulta, arreglada como para ir
a las fiestas del pueblo, del brazo de su cuidadora, que le habla con
acentos pampeños. Celebrábamos juntos el fin de su aislamiento y
después de las risas, esos Longinos implacables le recordaban con
sus lanzas que ahí siguen los sufrimientos. Luego se marchaba,
despacio, pues aún le queda una pequeña cuesta hasta llegar a su
casa, despidiéndose como si fuera nuestra última visita.
Rocío llegó al pueblo no hace tantos
años. Entró en la consulta en tromba, como un huracán. Su hijo la
traía de su casa en la capital a la residencia del pueblo, mucho más
cerca de la casa de él, que vivía en el pueblo vecino. Apenas
me dejó hablar, estaba enfadadísima. Discutía continuamente con su
hijo, mientras yo me dedicaba a ojear su historial médico, y a
horrorizarme con el sumatorio de potingues que soportaba aquellas
generosa anatomía. Un par de consultas semanales de las propias del
Dr. Job, pero el del Antiguo Testamento, fueron apaciguando la fiera,
que solo escondía el temor y el desamparo, ambas mucho más
terribles y devastadoras. Y aquel despliegue de mano izquierda y de
ganarse el paraíso terrenal devino en una confianza ciega, en el
efecto balsámico no ya de mi presencia física, sino de la promesa
de que acudiré a sanar y confortar.
Y ahora, varios otoños después, la
enfermera de la residencia coge el teléfono y me pide que encuentre
un huequito para ir a ver a Rocío, porque las malditas vértebras de
polispán no la dejan levantarse del sillón y aún no ha querido
ponerse la faja que le recomendé. Y la cuidadora argentina me
envuelve en sus acentos de futbolista pidiéndome que acuda al
rescate porque Isabel lleva dos días sin moverse de la cama.
Y yo me bajo del coche con las manos en
los bolsillos, porque entre nosotros no necesitamos fonendos,
tensiometros o pulsis. Porque tan solo me siento junto a ellas, les
cojo la mano, les palpo el pulso, que sigue luchando cabezota, les
sonrío. Porque pasamos revista a sus dolores, yo, como el perro de
caza, pendiente de cualquier movimiento que me descoloque mi acuarela
de sus vidas, y ellas repasando cada paletada de color: la espalda,
las piernas, los brazos, la pena que les trae el otoño, que les
ahoga por la noche. Luego bajamos a la cancha de lo cercano: mis
hijos, que son como si fueran nietos suyos, mi mujer. Sonríen
pensado en la guerra que me darán los cuatro lebreles, y yo les
cuento alguna anécdota, adornándola como sé que a ellas les
gusta.
Me aprietan la mano con un cariño que
me lanza trescientos sesenta julios derechos al miocardio, a veces se
atreven a darme un beso, que recibo como recibía los de mi abuela,
con ternura de niño al que le dan una onza de chocolate a
escondidas. Me marcho diciéndolas que los chicos me están esperando
para recogerles en el colegio, y me apremian despidiéndome con las
últimas sonrisas. Yo me monto en el coche sabiendo que tengo la
profesión más hermosa del mundo, sabiendo que Rocío estará al
menos una semana dando envidia al resto de las compañeras
diciéndolas que he ido a verla a ella expresamente, y será feliz
con esas pequeñas ruindades. Y sabiendo que Isabel abandonará
la cama y pedirá que llamen a la chica que la arregla el pelo, que
le de los brillos que tan bien le sientan, y sabiendo que las
imaginarias risas y travesuras de mis hijos la rescatarán de vez en
cuando, de esas terribles penas que la anegan.
Dirán que soy un antiguo, que hago una Medicina poco científica, que no me ajusto al protocolo. Nunca ganaré un premio Nobel, ni esos tan modernos a iniciativas emprendedoras de la e-health. No contaré en las reuniones de los padres del colegio que operé a corazón abierto al hijo del presidente de la Diputación. Nada de eso me quita el sueño, me duermo tranquilo drogado con mi ración de endorfinas que generan las sonrisas de Rocío y de Isabel.
Dirán que soy un antiguo, que hago una Medicina poco científica, que no me ajusto al protocolo. Nunca ganaré un premio Nobel, ni esos tan modernos a iniciativas emprendedoras de la e-health. No contaré en las reuniones de los padres del colegio que operé a corazón abierto al hijo del presidente de la Diputación. Nada de eso me quita el sueño, me duermo tranquilo drogado con mi ración de endorfinas que generan las sonrisas de Rocío y de Isabel.
Los médicos de cabecera hemos
renunciado cobardemente a los domicilios, hemos preferido cambiar
nuestro hermoso apelativo por algo más funcionarial y moderno. Y si
los pacientes nos piden que acudamos, les tildamos de aprovechados,
de sobreutilizadores, y nos relamemos pensando en copagos o si no, en
latigazos en la plaza del pueblo, en retiradas de cartillas o en
todos los males del infierno. Nos molesta salir de las trincheras,
porque afuera hace frío y es más fácil que te peguen un tiro.
Bueno, mientras podamos, resistiremos el fuego cruzado. Por ellos,
por nosotros.
Si aún no lo habéis hecho, os
recomiendo que leáis la entrada
del blog de mi amigo Máximo
Gutiérrez y su posterior entrevista en el diario.es,
donde relata su reciente experiencia en Ecuador, y como sublimó el
término médico de cabecera. La imagen pertenece al reportaje de la
revista Life Country
Doctors
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