Maite Arriola Hernández y Ramón Orueta Sánchez
Centro de Salud “Sillería” de Toledo
Nuestra
realidad nos sitúa en un contexto de envejecimiento progresivo de la
población, con un aumento de la morbilidad que lleva asociado un aumento
de la prescripción farmacológica. Además, con frecuencia un tratamiento
correcto desde el punto de vista teórico puede no ser el más indicado,
teniendo en cuenta las circunstancias concretas del paciente y los
objetivos terapéuticos buscados, siendo esto especialmente relevante en
pacientes con procesos terminales o en situación de fragilidad. A todo
ello se une una creciente medicalización de la vida, que en múltiples
ocasiones pretende resolver situaciones no médicas a través de un
abordaje sanitario, contribuyendo a un mayor consumo de fármacos. Todos
estos factores contribuyen a la aparición de polimedicación y medicación
potencialmente inadecuada, existiendo evidencias sólidas de su
asociación con un aumento de la morbimortalidad.
Frente
a esta realidad, cada vez son más las voces que expresan la necesidad
de poner en marcha actuaciones de prevención cuaternaria, entendiendo
como tales, aquellas actividades encaminadas a evitar, reducir o paliar
el daño provocado por las actividades sanitarias. Dentro de estas
actuaciones de prevención cuaternaria la deprescripción ocuparía un
lugar relevante1,2.
De
esta manera, la deprescripción surge como un proceso que pretende
conseguir una prescripción más segura, prudente y humana. Consiste en
reconsiderar el tratamiento de un paciente teniendo en cuenta las
circunstancias y preferencias del paciente, los objetivos terapéuticos
deseados, los beneficios esperados y los riesgos potenciales del
tratamiento o de su supresión, con el objetivo de decidir mantener,
retirar o modificar la medicación prescrita, o añadir nueva medicación3-5. En base a esta “definición” surgen algunas reflexiones.
La
deprescripción debe iniciarse, de forma preventiva, en el mismo momento
de la prescripción, y debe mantenerse mientras dura la misma. Cada
prescripción que se realice debe partir de una indicación definida en
unas circunstancias concretas, con unos objetivos claros, y de un
análisis de balance beneficio-riesgo, englobando aspectos de los
conceptos de prescripción razonada de medicamentos y de prescripción
prudente6.
Además, la prescripción no es un acto puntual, sino que precisa de una
renovación periódica que requiere una reevaluación continua de los
aspectos antes mencionadas y que no debe limitarse a la renovación
mecánica (acto de recetar).
Deprescribir
no es sinónimo de retirada de medicamentos; en un alto porcentaje de
ocasiones el proceso conduce a la retirada de uno o varios medicamentos,
pero también puede suponer la modificación de la dosificación de los
mismos o la introducción de nuevos medicamentos, al existir una
indicación clara de los mismos (es la denominada prescripción inadecuada
por omisión). Estas consideraciones, junto con lo comentado en el
párrafo anterior, configuran la adecuación del tratamiento.
Todo
paciente y todo tratamiento son susceptibles de beneficiarse de una
reevaluación de su plan terapéutico, pero existen grupos de población y
regímenes terapéuticos donde el beneficio de la deprescripción es
potencialmente mayor, y ellos deberían ser los que ocupasen un lugar
preferente en el proceso. Con referencia a las personas, los pacientes
frágiles y/o con expectativas de vida limitadas son sometidos con
frecuencia a intervenciones farmacológicas que precisan de una
reorientación clara de los objetivos terapéuticos3,4.
Respecto al tipo de régimen terapéutico, el consumo de un elevado
número de medicamentos (la polimedicación) y los pacientes con algún
medicamento potencialmente inapropiado –ya se ha comentado la asociación
de ambos con el aumento de la morbimortalidad- representan un perfil
prioritario4,7,8.
El
proceso de deprescripción requiere de un análisis global de la
situación que integre aspectos biopsicosociales y establezca, con la
participación del paciente, el objetivo de la intervención terapéutica
(con intención curativa, de alivio de síntomas o de sufrimiento o de
mantenimiento de la funcionalidad y autonomía del paciente). En este
abordaje integral las estrategias centradas en el paciente deben
priorizarse sobre las estrategias centradas en los medicamentos, siendo
fundamental que el paciente participe en la elaboración de los objetivos
terapéuticos y sea conocedor y acepte los cambios terapéuticos que se
producirán en el proceso de deprescripción6,9.
Deprescribir
no está exento de riesgo y, como en toda actuación médica, existen
posibles riesgos derivados de la misma, como el agravamiento de los
procesos de base o la aparición de un síndrome de retirada o de
discontinuación. Por ello, la deprescripción debe ser un proceso
reversible que permita volver a la situación de partida cuando la
evolución así lo aconseje. El profesional debe conocer esta eventualidad
para tratar de minimizarla a través de una deprescripción prudente y
gradual, y de una monitorización del proceso. El paciente debe ser
conocedor de estos riesgos, para que sus opiniones partan de un
conocimiento completo de la situación y alternativas.
No
se puede dejar de mencionar, aún pudiendo caer en el tópico, que el
médico de familia, y por extensión la atención primaria, por su
conocimiento integral del paciente, por ser el núcleo integrador de la
atención prestada por los distintos profesionales, por su cercanía al
mismo y accesibilidad y por sus principios básicos, debe ocupar un papel
central en el proceso de deprescripción.
En
conclusión, tanto la deprescripción como la prescripción razonada y
prudente van de la mano en el proceso de adecuación terapéutica, y su
abordaje desde el ámbito de la prevención cuaternaria nos permitirá
realizar una prescripción más humana y adaptada a la realidad y
preferencias del paciente y prevenir o minimizar las potenciales
consecuencias derivadas de la polimedicación y prescripción
potencialmente inadecuada, especialmente en la población anciana.
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