Hace escasas fechas se publicaba un breve artículo
en la revista oficial de la Sociedad Europea de Cardiología dirigido a
valorar los temas candentes de las distintas terapias antihipertensivas
y, entre ellos, el dilema sobre hidroclorotiazida (HCTZ) versus
clortalidona (CTD). Curiosamente hace dos años los cardiólogos
argentinos ya planearon un careo dialéctico
entre defensores y detractores de la HCTZ que nunca se llevó a cabo,
pues sólo se encontraron candidatos dispuestos a hacer de malos de la
película. Mientras tanto, al otro lado del atlántico, NICE actualizaba
su guía de hipertensión
con cambios notables en el aspecto farmacológico: a) los antagonistas
del calcio desplazaban a las tiazidas del primer al tercer escalón
terapéutico y b) se enfatizaba el valor de los análogos tiazídicos (CTD e
indapamida) frente al de alternativas clásicas como HCTZ. El debate
sobre las potenciales diferencias entre diuréticos quedaba servido y,
lejos de detenerse ahí, se ampliaba a la pertinencia de establecer algún
grupo específico de antihipertensivos como de primera elección. Pues,
¿no serán en el fondo todos iguales?
HCTZ y CTD pertenecen a la prehistoria de la hipertensión. Ambas
moléculas se comercializaron en EEUU prácticamente a la vez, entre 1959 y
1960. Sin embargo su éxito terminó siendo muy dispar y poco
correlacionado con la evidencia científica. A falta de una comparación
directa de sus efectos en la morbi-mortalidad cardiovascular (¿alguien
la espera?), los datos apuntarían a la preferencia de CTD en razón de su
acreditada eficacia (ensayos SHEP, SHELL, MRFIT y sobre todo ALLHAT), aceptable seguridad a dosis de hasta 25mg/día, potenciales efectos pleomórficos
en fase de estudio, e incluso una amplia vida media que procuraría una
tensión con mejor control tanto del periodo nocturno como del pico
matutino. Por su parte la HCTZ carece de estudios de eficacia
relevantes, se duda de la idoneidad de las dosis empleadas en combinación, no incrementa la seguridad
a dosis equipotentes y su perfil farmacocinético resulta menos
ventajoso. De hecho, para encontrar cierto beneficio en variables de
interés deberíamos acudir a la combinación con ahorradores de potasio (EWPHE, MRC-O, INSIGHT), de uso muy minoritario.
Si esto es así, uno se pregunta qué razones han conducido a que la
práctica totalidad de la oferta de combinaciones antihipertensivas fijas
con diurético, confíen en HCTZ como compañero de viaje. Algunos autores
han descrito factores de índole comercial (anticipación a la
competencia e intenso marketing), un fenómeno de arrastre por la
presencia del fármaco en los primeros ensayos clínicos que incluyeron
una tiazida (VA Cooperative Trials, 1967 y 1970), y también el miedo a una mayor hipopotasemia con CTD
no justificada. Lo cierto es que, en la práctica, estudios de gran
calado como el ALLHAT han pasado completamente desapercibidos. Desde
hace una década, en nuestro entorno la tendencia de prescripción
es muy clara: alta y creciente utilización de IECA, ARA-II y
combinaciones de ambos con HCTZ, quedando la monoterapia de diuréticos
como un valor casi anecdótico. Por otro lado, no debería ser el temor a
la hiperglucemia quien nos disuadiera del uso de CTD, cuando el mismo NICE reconoce que su daño teórico no se ha confirmado en la práctica.
Hoy la opinión mayoritaria (guías de sociedades científicas y el reciente JNC-8 a la cabeza) defiende reducir la tensión arterial sin importar cómo y, dado que la mayoría de pacientes precisarán de varios fármacos
para conseguir alcanzar su objetivo, el debate sobre la preeminencia de
un grupo o principio activo sobre otro parece tiempo perdido. Pero en
realidad la asunción de equivalencia dista de haber sido probada (para muestra el botón
HCTZ-CTD) y, por si fuera poco, incluso la utilidad real del
tratamiento farmacológico en buena parte de la población etiquetada como
hipertensa también se pone en entredicho.
Por último, en cuanto a las dos novedades de la guía NICE con que
iniciábamos la entrada entendemos que no ha conseguido hacer justicia a
la situación en su globalidad. El merecido reconocimiento de los méritos
de CTD no parece coherente con la degradación de las tiazidas como
grupo apoyándose principalmente en los resultados del estudio ACCOMPLISH.
Porque a la vista de este estudio cabe pensar en dos alternativas: o
HCTZ era un buen comparador y las diferencias en los resultados a favor
de la combinación con amlodipino deben atribuirse a factores distintos
de la mera tensión arterial (con lo cual, ni procede hacer categorías de
tiazidas ni de paso da lo mismo un antihipertensivo que otro), o bien
HCTZ no fue una elección acertada por ser inferior a CTD (lo que
invalidaría el castigo al conjunto de las tiazidas y cuestionaría de
raíz a nuestro ramillete de combinaciones fijas).
Sea como fuere se impone la atención de todos, de modo que seamos
capaces de ofrecer al paciente lo mejor y no lo que a menudo nos dicta
la inercia. Y dejamos una pregunta en el aire: donde el mercado abandone
un fármaco por desfasado aunque solvente, ¿no debieran suplir esta
carencia de alguna forma los poderes públicos? ¿O deberemos resignarnos a
recomendar el uso del enésimo sartan, sólo por aquello de tener el
valor de escoger como pareja de baile a la menos agraciada (aunque eso sí, muy resultona) del lugar?
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