El médico llega pronto al centro de salud. Es una costumbre heredada de
la disciplina militar que ha vivido en su casa. Se presenta a una
administrativa que tiene sujeto entre el hombro y la oreja un teléfono.
Dice su nombre y apellidos y ve como toma nota en un papel y entre dos
frases apresuradas, le indica con la cabeza el pasillo que conduce a la
cocina y el estar. Él está acostumbrado, ha conocido en ese verano ya
varias cocinas, y se prepara para la ronda de presentaciones, en el
mejor de los casos, saludos corteses y un sinfín de nombres que será
incapaz de retener, y en el peor, miradas breves y gestos hoscos que ya
ha aprendido a ignorar. Al final todas estas cosas se aprender rápido.
En esta ocasión hay café caliente y una mujer entrada en años, vestida
con un uniforme color Guantánamo, con un desparpajo y una verborrea
capaz de generar por sí solos un ambiente hogareño en esa cocina
despersonalizada, que poniéndole delante una vaso de cristal y metiendo
una jarra de leche en el microondas, le da pocas opciones a negarse al
redesayuno, pero le arranca la primera sonrisa de gratitud del día. El
es un tipo alegre y optimista, pero ese deambular de un sitio a otro,
esas presentaciones con sorpresa final, y esa angustia de la consulta
desconocida sin duda le están pasando factura.
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