La
muerte súbita tiene graves consecuencias tanto para los familiares
como para la sociedad. Cada año alrededor de 350.000 personas
experimentan una parada cardiaca extrahospitalaria en Europa y
Estados Unidos1–3,
alrededor del 0,1% de la población general,
de las que solo un pequeño porcentaje sobrevive sin secuelas. Aunque
los conocimientos actuales permiten identificar a los pacientes
más vulnerables, la mayor parte de las muertes súbitas ocurren en
pacientes sin diagnóstico previo o considerados de bajo riesgo4.
La identificación y cuantificación de estos sujetos es clave para
reducir su incidencia y tomar medidas oportunas para mejorar
su pronóstico. La etiología de la muerte súbita a nivel
poblacional se ha estudiado extensamente. La cardiopatía isquémica
ocupa un lugar predominante y es responsable de hasta un 70% de estas
muertes; otras cardiopatías estructurales aportan otro 10%, y las
enfermedades arrítmicas primarias son la causa de otro 10%5.
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